Me cago en la puta mala ostia que me entra por la simple mala ostia.
Y me doy con el esquinazo de la mesa.
Y miro al puto cielo nuboso para ver si dios, su madre o la virgen quieren que suene el puto móvil en forma de mensaje o de llamada.
Y me pongo de más mala ostia.
Y dudo de si esta ostia es con o sin h. Y me la pela.
Porque el ordenador va a pedales.
Y parezco un puto actor de Rodrigo García quejándose del mundo.
Pues sí, me quejo.
Odio que me domine la mala ostia y los nervios.
Odio sentir como mi diafragma se encoje y mis cervicales dicen "oh, sí, cojonudo, tensémosnos, nos pone".
A cien. Sí. Me pones a cien. De las dos maneras.
Y ahora lo que haría sería coger al gilipollas al que adoro, a pesar de todo, y decirle cuatro cosas sobre el miedo que me ha quedado dentro, en lo más profundo del alma, si es que existe, y que es lo que hace que me entre el pánico si no contestas a mis mensajes.
Porque tengo ganas de verte. Sí. OTra vez. Exprés. Me la suda.
Y quiero parar de tener pensamientos malhumorados e intoxicados.
Pero no puedo. La mala ostia me domina.
A tres mil por hora voy.
Y todo se arreglaría si tuviera a Iida aquí delante. Pero me jode. Me jode y me duele no saber si el puto terremoto de Japón se lo ha llevado por delante. Porque han pasado dos semanas y aún no sabemos nada de él.
Y quizá, dentro de toda esta mala ostia esté esto. Sí.
Y el puto miedo que me dejaron en el alma.
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